No recuerdo otra vez en que el amor me haya dolido tanto. Es
como si a partir de aquel momento, de ese primer rechazo, mi cuerpo se
convirtió en un recipiente vacío. Se detuvo en pausa y sólo está a la espera de
que el tiempo pase, para que pueda darle play de nuevo. Y que parezca que no
existió tal interrupción.
Aunque me resulte inimaginable, hoy, aquí y con 26 años
estoy sufriendo mi primer desamor. He vivido tanto, he sufrido tanto, pero
jamás me había sentido tan vacía, tan de nadie. Nunca antes me había
desconocido de tal forma que salir de la cama solo sea el primer paso para
buscar desesperadamente el momento de regresar y refugiarme allí abajo.
Esto ya no se trata de él, ni de cómo sucedió, ni del
porqué, se trata de mí, de eso que desde adentro me pide que lo deje ir, pero mi
cabeza no quiere, lucha por seguir aferrada a él. Como si cada una de las cosas
inmóviles y sin vida se conectaran de una manera espantosa con esa frase, con
esa mirada, con esa caricia, y cobraran de manera inesperada, con un color, un
olor, un sabor, la textura de lo vivo.
A estas alturas pienso que casi el total, por no decir todo
en absoluto, de los recuerdos los inventé con mi cabeza. Ninguna de las cosas
que de verdad aloja mi memoria son reales. Hasta el mínimo detalle es producto de
la fantasía, del amor. Es pura imaginación, de lo que fue y de lo que sería.
Me siento tan frágil y vulnerable que cualquier desconocido
que me pregunte cómo estoy sería víctima de una catarata de palabras que
intentan disimular lo totalmente devastada que me encuentro. Sin esperanzas, es
el lugar mismo de una batalla perdida, derrotada y culpable del desastre, así
me siento.