- Me voy a dormir, dijo Martín.
-¿Ya?, ¿a dormir?, reprochó Cecilia luego de poco más de una hora al teléfono.
- En realidad, no. Voy a ver tele y de ahí veré, soltó aliviado.
-¿Ya?, ¿a dormir?, reprochó Cecilia luego de poco más de una hora al teléfono.
- En realidad, no. Voy a ver tele y de ahí veré, soltó aliviado.
Martín tiene más o menos 28 años,
nunca antes estuvo solo. Desde niño y hasta su madurez vivió rodeado de mucha gente: su
madre, hermanas, perros y amigos. Ya su nacimiento fue, de entrada, algo anormal y acompañado de una multitud de gente. Su madre se disponía a transitar el
invierno con los dos últimos periodos de embarazo a cuesta, cuando el pequeño decidió que era
hora de engrosar esa larga lista de recién nacidos en aquella fría tarde de
Julio.
De niño nadie le prestó demasiada
atención y cada vez que rompía la rutina de los mayores con una pregunta lo
único que respondía era un abrumador silencio. Será por eso que hasta el día de
hoy le incomodan tanto los espacios ausentes. Faltos de palabras. No los tolera. Cree
que siempre tiene algo para decir y en caso de no ser así, un par de acordes en
su vieja guitarra tapan la inquietante ausencia.
Ahora de grande Martín le teme a mucho
más que a los simples silencios, le teme a toda aquella situación que devenga en una oscura ausencia: a la soledad. Le teme a todo tipo de ausencia, a la pérdida de objetos sin
valor, al abandono de una novia histérica, a la falta de un compañero de trabajo
enfermizo, a la baja de un arquero inútil en el fútbol de los jueves. Cualquier tipo de
ausencia lo desconcierta y lo paraliza. Es capaz de lo impensado con tal de no
ser víctima de aquella cruel indiferencia.
Cecilia, en cambio, con unos
justos 21 años disfruta de todo tipo de ausencias, silencio y soledades. Nunca
antes ha sentido el calor de una verdadera compañía. Y no es que no la tuviera. La tiene fruto de una familia tipo funcional que la adora, de los cálidos y
constantes abrazos de sus mujeres y de las gratas caminatas en compañía de sus
ideas. Sin embargo disfruta de la ausencia porque en ella encuentra el florecer
de lo incómodo, lo que hace que deba sacar las manos de sus mullidos bolsillos
y con las palmas firmes al costado de la silla intente encontrar esa
posición diferente. No siempre cómoda pero si diferente a la anterior.
De niña tuvo ausencias de toda
clase. Su padre, símbolo vivo de una deidad se ausentaba cada vez que se le
cruzaba oportunidad. 20 años más tarde entendería que no era tal deidad y que
lo más humano y miserable vivía con él. Su hermano, un ser ausente a quien
acompañó todo lo que le fue posible y a quién intentaba, sin lograrlo, sacarlo
de una depresión constantemente. Y Rosario, su madre. Una mujer que había
guardado el único trecho feliz de su vida en una pequeña cajita de metal pintada en
colores con garabatos zigzagueantes y que algunos domingos desempolvaba para recordar.
El pánico a la ausencia y el placer de un silencio incómodo los
encontró juntos en una improvisada charla telefónica. Hablan a diario entre una
o dos horas y cuando parece que por fin el temor y el placer convivirían en uno
de sus diálogos, él rellena el aire con una canción y ella con un silencio. A ella le encanta, a él también.