martes, 2 de febrero de 2016

Silencios Cómodos

                                   - Me voy a dormir, dijo Martín.
                 -¿Ya?, ¿a dormir?, reprochó Cecilia luego de poco más de una hora al teléfono.
                                  -  En realidad, no.  Voy a ver tele y de ahí veré, soltó aliviado.

Martín tiene más o menos 28 años, nunca antes estuvo solo. Desde niño y hasta su madurez vivió rodeado de mucha gente: su madre, hermanas, perros y amigos. Ya su nacimiento fue, de entrada, algo anormal y acompañado de una multitud de gente. Su madre se disponía a transitar el invierno con los dos últimos periodos de embarazo a cuesta, cuando el pequeño decidió que era hora de engrosar esa larga lista de recién nacidos en aquella fría tarde de Julio.

De niño nadie le prestó demasiada atención y cada vez que rompía la rutina de los mayores con una pregunta lo único que respondía era un abrumador silencio. Será por eso que hasta el día de hoy le incomodan tanto los espacios ausentes. Faltos de palabras. No los tolera. Cree que siempre tiene algo para decir y en caso de no ser así, un par de acordes en su vieja guitarra tapan la inquietante ausencia.

Ahora de grande Martín le teme a mucho más que a los simples silencios, le teme a toda aquella situación que devenga en una oscura ausencia: a la soledad. Le teme a todo tipo de ausencia, a la pérdida de objetos sin valor, al abandono de una novia histérica, a la falta de un compañero de trabajo enfermizo, a la baja de un arquero inútil en el fútbol de los jueves. Cualquier tipo de ausencia lo desconcierta y lo paraliza. Es capaz de lo impensado con tal de no ser víctima de aquella cruel indiferencia.

Cecilia, en cambio, con unos justos 21 años disfruta de todo tipo de ausencias, silencio y soledades. Nunca antes ha sentido el calor de una verdadera compañía. Y no es que no la tuviera. La tiene fruto de una familia tipo funcional que la adora, de los cálidos y constantes abrazos de sus mujeres y de las gratas caminatas en compañía de sus ideas. Sin embargo disfruta de la ausencia porque en ella encuentra el florecer de lo incómodo, lo que hace que deba sacar las manos de sus mullidos bolsillos y con las palmas firmes al costado de la silla intente encontrar esa posición diferente. No siempre cómoda pero si diferente a la anterior.

De niña tuvo ausencias de toda clase. Su padre, símbolo vivo de una deidad se ausentaba cada vez que se le cruzaba oportunidad. 20 años más tarde entendería que no era tal deidad y que lo más humano y miserable vivía con él. Su hermano, un ser ausente a quien acompañó todo lo que le fue posible y a quién intentaba, sin lograrlo, sacarlo de una depresión constantemente. Y Rosario, su madre. Una mujer que había guardado el único trecho feliz de su vida en una pequeña cajita de metal pintada en colores con garabatos zigzagueantes y que algunos domingos desempolvaba para recordar.


El pánico a la ausencia  y el placer de un silencio incómodo los encontró juntos en una improvisada charla telefónica. Hablan a diario entre una o dos horas y cuando parece que por fin el temor y el placer convivirían en uno de sus diálogos, él rellena el aire con una canción y ella con un silencio. A ella le encanta, a él también. 

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