jueves, 17 de enero de 2019

Otra pesadilla más


Yo leía “Un lindo asunto de amor” de Bukowski, afuera era verano y aprovechaba el vientito para empujarme ida y vuelta sobre la hamaca frente al balcón. Por fin algo me hablaba de amor, más bien alguien.

Llevaba días intentando disimular. Levantando con cuidado mis pelos de la almohada para anular mi sueño sobre esa cama, haciendo el mayor de los silencios para borrar en absoluto mi presencia. Mirándolo dormir como si yo no existiera. Sus pestañas eran perfectas. Por Dios qué lindas pestañas, parecían las de un niño pequeño mirando su primer juguete. Era extraño. Antes, jamás me había fijado en los ojos de un varón, era un rasgo que para nada me atraía.

Pero había algo, en toda esa farsa, que no podía contener y era una extrema necesidad de sonreír idiotamente cada vez que él decía o hacía algo estúpido. Incluso cuando ni siquiera era gracioso, yo estaba ahí como una tarada tirando risitas. Ya lo sabía. Estaba perdida, otra vez estaba cayendo en la trampa mortal. Eran esos los primeros síntomas de una terrible enfermedad, sino el más terrible de los males: el enamoramiento.

Entonces me lo propuse. A la mañana siguiente miré cuidadosamente cada uno de sus detalles. Observé sus manos, eran pequeñas. Antes, jamás me habían gustado las manos pequeñas. Por alguna razón, estimo que de instinto animal, me atraen las manotas. Probablemente sea que el hecho de medir más de 1.76 y ser grandota me hace pensar constantemente el mundo en términos de proporciones. Pero ahora no importaba, recorría con mis ojos cada rincón de su cuerpo e intentaba encontrar algo que me pareciera horrendo. Necesitaba boicotear aquella sensación tan profunda y tan amarga.

Durante aquella tarde, con esas manos pequeñitas, y sobre la guitarra, tocó la canción más triste que había escuchado yo hasta ese entonces. Era deprimente, esa tristeza me encantaba, esa angustia me recordaba a las siestas de domingo en Tucumán donde el sol arranca a pedazos el pavimento y enciende como caña hueca el infierno de soledades detestables.

Fueron cortas madrugadas donde hablamos de la izquierda, del peronismo, de música, de libros, de historia, de famosos argentinos, de sexo, de la familia. Ambos odiábamos a nuestras familias. Hablábamos de sentirnos solos estando acompañados, de la dulce y puta soledad, de las drogas y el alcohol, de Tucumán y de Buenos Aires. Hablamos de coger. 

Una mañana le hablé de mis miedos, nunca antes había dicho tantas veces la palabra “miedo” y es que estaba aterrada. Necesitaba encontrar cosas que nos separen, un corte de cuajo. Esa era para mí la única forma de volver a caminar, comer, bañarme, dormir en paz, pero todo parecía estar en mi contra.

La última noche fue indescifrable, aún pienso en ella. Borrachos y drogados fingimos dormir. De fondo sonaba un blues. Tuve una pesadilla, horrible, agónica, muy vivida. En el sueño le pedía que me abrace y él aterrado me tomaba de la cintura y rodeaba con sus pequeñas manos mis enormes caderas. Era eterno, el abrazo más largo que hasta ahora había recibido. Me desperté sin aliento, con la respiración entrecortada, él tiene sus finas y largas pestañas apoyadas sobre los pómulos, está dormido. No hay peligro, pero sigo asustada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario