Yo leía “Un lindo asunto de amor” de Bukowski, afuera era
verano y aprovechaba el vientito para empujarme ida y vuelta sobre la hamaca
frente al balcón. Por fin algo me hablaba de amor, más bien alguien.
Llevaba días intentando disimular. Levantando con cuidado
mis pelos de la almohada para anular mi sueño sobre esa cama, haciendo el mayor
de los silencios para borrar en absoluto mi presencia. Mirándolo dormir como si
yo no existiera. Sus pestañas eran perfectas. Por Dios qué lindas pestañas, parecían
las de un niño pequeño mirando su primer juguete. Era extraño. Antes, jamás me
había fijado en los ojos de un varón, era un rasgo que para nada me atraía.
Pero había algo, en toda esa farsa, que no podía contener y
era una extrema necesidad de sonreír idiotamente cada vez que él decía o hacía
algo estúpido. Incluso cuando ni siquiera era gracioso, yo estaba ahí como una
tarada tirando risitas. Ya lo sabía. Estaba perdida, otra vez estaba cayendo en
la trampa mortal. Eran esos los primeros síntomas de una terrible enfermedad,
sino el más terrible de los males: el enamoramiento.
Entonces me lo propuse. A la mañana siguiente miré
cuidadosamente cada uno de sus detalles. Observé sus manos, eran pequeñas. Antes,
jamás me habían gustado las manos pequeñas. Por alguna razón, estimo que de
instinto animal, me atraen las manotas. Probablemente sea que el hecho de medir
más de 1.76 y ser grandota me hace pensar constantemente el mundo en términos
de proporciones. Pero ahora no importaba, recorría con mis ojos cada rincón de
su cuerpo e intentaba encontrar algo que me pareciera horrendo. Necesitaba boicotear
aquella sensación tan profunda y tan amarga.
Durante aquella tarde, con esas manos pequeñitas, y sobre la
guitarra, tocó la canción más triste que había escuchado yo hasta ese entonces.
Era deprimente, esa tristeza me encantaba, esa angustia me recordaba a las
siestas de domingo en Tucumán donde el sol arranca a pedazos el pavimento y enciende
como caña hueca el infierno de soledades detestables.
Fueron cortas madrugadas donde hablamos de la izquierda, del
peronismo, de música, de libros, de historia, de famosos argentinos, de sexo,
de la familia. Ambos odiábamos a nuestras familias. Hablábamos de sentirnos
solos estando acompañados, de la dulce y puta soledad, de las drogas y el
alcohol, de Tucumán y de Buenos Aires. Hablamos de coger.
Una mañana le hablé de mis
miedos, nunca antes había dicho tantas veces la palabra “miedo” y es que estaba
aterrada. Necesitaba encontrar cosas que nos separen, un corte de cuajo. Esa era
para mí la única forma de volver a caminar, comer, bañarme, dormir en paz, pero
todo parecía estar en mi contra.
La última noche fue indescifrable, aún pienso en ella. Borrachos
y drogados fingimos dormir. De fondo sonaba un blues. Tuve una pesadilla,
horrible, agónica, muy vivida. En el sueño le pedía que me abrace y él aterrado
me tomaba de la cintura y rodeaba con sus pequeñas manos mis enormes caderas.
Era eterno, el abrazo más largo que hasta ahora había recibido. Me desperté sin
aliento, con la respiración entrecortada, él tiene sus finas y largas pestañas
apoyadas sobre los pómulos, está dormido. No hay peligro, pero sigo asustada.
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