Subí al auto, un Toyota Corolla blanco, impecable, majestuoso y siempre con la radio encendida, ese mismo auto que me había llevado y traído de tantos momentos llenos de vida y me había dejado tantos buenos recuerdos hoy me llevaba al peor lugar del mundo, lleno de muerte y tristeza. Me senté en el asiento del acompañante y cerré la puerta despacio, no quería que ningún ruido rompiera el mudo dolor que los dos sentíamos en ese momento. Nada era más importante que transitar en plenitud la inmensa incertidumbre de las primeras horas de una partida inesperada.
Nicolás arrancó el auto; en ese momento me hubiera encantado saber conducir, lo hubiera hecho yo de ser así. De hecho hubiera hecho casi cualquier cosa que él me hubiera pedido para ayudarlo a aplacar la tristeza que vivía en carne propia. Me odié más de una vez por haberme negado a las clases de manejo que me ofreció, en reiteradas veces, mi hermano y desde ese día soñé insistentes veces la misma escena: camino por la vereda hacia la casa de mis padres, ingreso por el portón negro destartalado de siempre que conecta con el garaje y le saco el auto a papá. Sueño qué cuando subo me siento frente al volante y todo sucede de forma natural; enciendo el auto, ubico los pies en posición sobre los pedales, indicó con mi mano derecha la salida en primera y me aferro al volante como una experta. En mis sueños sé conducir un auto y me sale a la perfección, pero cuando me despierto y aquella tarde de diciembre camino al Cementerio de la Ramada todo es pura imaginación.
El arranque fue brusco, calculo que todo era tan anormal que a pesar de conducir desde la adolescencia, Nicolás olvidó la sutil y descontracturada forma con la que suele maniobrar su auto, esa que me hizo siempre sentirme la copiloto ideal para tamaña destreza. De repente y con un golpe de realidad injusto, entre mis pies vi asomar una botellita de agua color rosa, era de una mujer, es decir, el color que seguramente usaría una mujer. Porque sin importar lo transformadora que pueda vislumbrarse esta sociedad actual, los hombres aún son incapaces de adquirir algo color rosa, mucho menos una botella.
Era una botella conocida la había visto, en otras oportunidades, en la oficina en la que trabajo de lunes a viernes, la había visto haciendo que el tiempo en el laburo pase más rápido. La botella mataba la ansiedad del día, llena de agua permitía hidratarse pero también era la excusa ideal para levantarse de la postración de la silla y recargarla cuando el agua se terminaba. Era una botella grande, cabía más de medio litro y menos de un litro de agua en ella. Cualquiera pensaría que seguro la botella pertenece a una persona que tenía muchas actividades. Quiero decir, si sé que voy a salir por 5 horas de casa llevo una botellita más bien chica, pero una persona que sale por más de 12 horas de casa necesita algo más grande para garantizar que la banque hasta la hora de volver a casa.
Nella era eso, una mina llena de actividades pero no habló de rutinas como ir al gimnasio, peluquería o visitar a los sobrinos, sino era una mina que le gustaba andar a las corridas poniéndole su sello a cada espacio que consideraba potable y, a diferencia de mi, sufría horrores llegar tarde a lugares. Supongo que era de ese tipo de personas que cumplía con firmeza el dicho popular de “no hagas lo que no quieras que te hagan”. Algo que decirlo resulta fácil y liviano pero llevarlo a la práctica representa todo un esfuerzo en los tiempos que corren. Presencié en algunas oportunidades sus momentos de indignación, por que como buena escorpiana algunas cosas la sacaban de quicio y otras le chupaban literalmente un huevo. Se cruzó conmigo en un momento en el que yo participaba de esa misma máxima, por eso nos reíamos más de las cosas que importaban muy poco envés de enojarnos con las que nos molestaban mucho. Me resulta difícil contar que significó para mi conocerla, porque como con muchas otras personas me pasa, lo que sucedía cuando estamos juntas sucedía y fin. Me habló de sus viejos, de sus hermanos y le hablé de los míos. Era feliz, lo derrochaba, y supongo que eso me hacía feliz a mí también. Cebaba los mejores mates amargos de la oficina y tenía una botella rosada recargable que llenaba hasta el tope, la misma que hoy se bamboleaba de ida y vuelta sobre la alfombra impecable del piso del asiento del acompañante de aquel majestuoso Toyota Corolla. Íbamos camino al cementerio.
La ruta al Cementerio de la Ramada es como toda ruta de un pueblo que resiste y habita en medio de la nada, asfalto en mal estado y conductores sumidos en esa parsimonia digna del interior. El auto se movía a cada rato y mientras yo intentaba tapar con diálogos monosilábicos aquel silencio tan amargo había momentos en que quedarnos callados era inevitable; justo ahí la botella asomaba trayéndonos de un solo puñetazo a lo real, el momento más triste de mis 27 años. Yo luchaba en silencio con aquello, la retenía con el píe impidiendo que se moviera y apareciera frente a Nicolás, que perdía su mirada en el horizonte. La pisaba con fuerza como si al hacer más potencia con mi píe lograba por fin suavizar el nudo en la garganta de Nicolás. Para ese momento la angustia era irremediable y me corría por todo el cuerpo. Al principio era más bien algo inexplicable pero después supe de qué se trataba tan enorme malestar. Sabía que sin importar lo que hiciera, más tarde o más temprano, la botella rosada iba a aparecer y haría su juego más cruel, el de traer el recuerdo de esa persona que ya no estaba y no iba a estar nunca más. Y yo ya no podía hacer nada para impedirlo. Quiera o no ese recuerdo, representado en su botella, en su sonrisa, en su perfume, en su color de pelo, en su voz, iba a hacer lo que tenía que hacer. La botella era aquella muestra pequeña pero a la vez macabra de que este era el primer día de un inmenso dolor.
Encerrada en ese auto todo me parecía una locura pero a la vez todo era real. La ruta, la charla, la radio sonando, la tristeza. Sin embargo la botella rosada condensaba en ella la fantasía, estaba tirada en el piso del auto con una cotidianeidad tal que parecía que unas horas más tarde vendría su dueña, Nella, a levantarla y diría, con una risa cómplice, que es una colgada y por eso se la olvidó. Yo, sin embargo, sabría que era una mentira, que era verdad que la olvidó pero no por colgada, sino que los besos de una despedida, que sería la última, se extendieron tanto que la botella quedó en un segundo lugar, olvidada. Qué su rutina, llena de actividades, para la cual necesitaba de esa botella, cuando Nella estaba adentro de ese auto su rutina le importaba bastante poco. Que en realidad no era una colgada sino que Nella estaba enamorada.
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