jueves, 4 de abril de 2019

Apuntes sobre mi


Me dicen Bet, Beta, Betty, Maribeth, Betabel, Betiluz, Betanie, Bethany, Betsi, Betty Boo. Pero en realidad me llamo María Betania. Mi día favorito del año es el 26 de marzo, porque es mi cumpleaños, llevo 30.

Cuando tenía 7 años descubrí que me gustaba la radio. Papá había ganado en un concurso, de cortar manzanas en la tele, un equipo pequeño que tenía casettera doble y radio am-fm. 10 años más tarde estaba terminado la escuela secundaria y me había anotado en la novedosa Licenciatura en Cs. de la Comunicación de la Universidad de Tucumán, nada tenía que ver con la radio pero aprendí mucho aunque tardé 10 años más en recibirme y mi trabajo de tesis intentó ser una crítica constructiva a la carrera, no sé si lo logré. En el medio, hice de todo: aprendí guitarra, probé con la escritura, jugué al fútbol, me emborraché una que otra vez, viajé por el país y fuera de él, tuve un accidente y me operaron, comí asado y aprendí a hacer asado, me paré frente a personas que no conocía a contarles lo que sabía, trabajé para vivir y también viví para trabajar.

Ando arriba de una bicicleta casi todo el día, o al menos así lo hacía hasta hace un tiempo que me mudé a Buenos Aires y aún no pude traerla, ni tampoco desinstalar el aire acondicionado de la casa en donde viví en Tucumán. Otra provinciana huyendo a la gran ciudad, eso pienso a veces.

Tuve un solo novio con el que salimos siete años pero me enamoré cuatro veces, dos de ellas me rompieron el corazón, aún me duele. Me definiría como la misma proporción de entusiasmo que de miedo, siempre en un extremo o del otro, aun no aprendo la escala de grises.

Leo y duermo menos de lo que quisiera por eso lo que más extraño son mi cama y mis libros. Me gustan mucho los vestidos, las polleras y los short pero creo que en realidad lo que me gusta de verdad son mis piernas; se parecen a las de mi mamá y las siento como una verdadera herencia familiar, grandes y largas sosteniendo firmes a las mujeres de la familia. Odio mis ojos. Son bonitos, ya lo sé, pero no sirven para nada, veo menos la realidad que un político en campaña. Soy mala haciendo chistes.

Tengo un solo tatuaje que en realidad vendría a ser la suma de un montón de cosas que me apasionan y cosas que no entiendo, como la música y los lugares a los que ella me traslada, es como si existieran de antes. Desayuno siempre, no importa si son las 6 de la mañana o las 6 de la tarde.

Admiro profundamente a las personas que aman lo que hacen, las descubro porque les brillan los ojos cuando hablan de ello. Sueño con encontrar aquel brillo en mis ojos cuando me miro al espejo mientras me lavo los dientes antes de dormir. Me gustan las plantas y las flores pero aún no aprendí a cuidarlas. Mi favorita es la Santa Rita, pienso en mi abuela cada vez que me cruzo una de ellas. Me siento afortunada de tener una abuela, y a veces tengo más ganas de ser abuela que madre. Aun no lo decido. Cargo siempre papel y lápiz a donde vaya, aunque sea una salida de noche al boliche. Creo que en los lugares más simples se esconden fragmentos de historias para contar. A veces no escribo nada.

jueves, 17 de enero de 2019

Otra pesadilla más


Yo leía “Un lindo asunto de amor” de Bukowski, afuera era verano y aprovechaba el vientito para empujarme ida y vuelta sobre la hamaca frente al balcón. Por fin algo me hablaba de amor, más bien alguien.

Llevaba días intentando disimular. Levantando con cuidado mis pelos de la almohada para anular mi sueño sobre esa cama, haciendo el mayor de los silencios para borrar en absoluto mi presencia. Mirándolo dormir como si yo no existiera. Sus pestañas eran perfectas. Por Dios qué lindas pestañas, parecían las de un niño pequeño mirando su primer juguete. Era extraño. Antes, jamás me había fijado en los ojos de un varón, era un rasgo que para nada me atraía.

Pero había algo, en toda esa farsa, que no podía contener y era una extrema necesidad de sonreír idiotamente cada vez que él decía o hacía algo estúpido. Incluso cuando ni siquiera era gracioso, yo estaba ahí como una tarada tirando risitas. Ya lo sabía. Estaba perdida, otra vez estaba cayendo en la trampa mortal. Eran esos los primeros síntomas de una terrible enfermedad, sino el más terrible de los males: el enamoramiento.

Entonces me lo propuse. A la mañana siguiente miré cuidadosamente cada uno de sus detalles. Observé sus manos, eran pequeñas. Antes, jamás me habían gustado las manos pequeñas. Por alguna razón, estimo que de instinto animal, me atraen las manotas. Probablemente sea que el hecho de medir más de 1.76 y ser grandota me hace pensar constantemente el mundo en términos de proporciones. Pero ahora no importaba, recorría con mis ojos cada rincón de su cuerpo e intentaba encontrar algo que me pareciera horrendo. Necesitaba boicotear aquella sensación tan profunda y tan amarga.

Durante aquella tarde, con esas manos pequeñitas, y sobre la guitarra, tocó la canción más triste que había escuchado yo hasta ese entonces. Era deprimente, esa tristeza me encantaba, esa angustia me recordaba a las siestas de domingo en Tucumán donde el sol arranca a pedazos el pavimento y enciende como caña hueca el infierno de soledades detestables.

Fueron cortas madrugadas donde hablamos de la izquierda, del peronismo, de música, de libros, de historia, de famosos argentinos, de sexo, de la familia. Ambos odiábamos a nuestras familias. Hablábamos de sentirnos solos estando acompañados, de la dulce y puta soledad, de las drogas y el alcohol, de Tucumán y de Buenos Aires. Hablamos de coger. 

Una mañana le hablé de mis miedos, nunca antes había dicho tantas veces la palabra “miedo” y es que estaba aterrada. Necesitaba encontrar cosas que nos separen, un corte de cuajo. Esa era para mí la única forma de volver a caminar, comer, bañarme, dormir en paz, pero todo parecía estar en mi contra.

La última noche fue indescifrable, aún pienso en ella. Borrachos y drogados fingimos dormir. De fondo sonaba un blues. Tuve una pesadilla, horrible, agónica, muy vivida. En el sueño le pedía que me abrace y él aterrado me tomaba de la cintura y rodeaba con sus pequeñas manos mis enormes caderas. Era eterno, el abrazo más largo que hasta ahora había recibido. Me desperté sin aliento, con la respiración entrecortada, él tiene sus finas y largas pestañas apoyadas sobre los pómulos, está dormido. No hay peligro, pero sigo asustada.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Papá estaba felíz

Papá estaba feliz, tan feliz que no dudó en pagar los 100 pesos que pagó por una entrada más para mí en la presentación de fin de año de la Academia de Danzas Hispano-árabes de la que participaba mi primita de apenas 7 años. Estaba feliz por verme ahí presente, con lo que él insiste en llamar familia.

Yo no tengo ganas de estar aquí, es claro. En general ese tipo de eventos me aburren, es más de lo mismo. Me genera algo de contradicción entre lo que considero que debe ser una niñez feliz y en lo que veo que al parecer es una niñez feliz. Quizás es solo envidia de ver que a mi primita sus padres se encargaron de explotar su talento para el baile y en mi caso mis papás jamás habían tenido ni tiempo, ni interés de hacer lo mismo conmigo. Pero tampoco tenía mejor que hacer. Hace un tiempo que la mayoría de las cosas las hago con esa excusa, la de no tener nada mejor que hacer. Me la pasó desbloqueando la pantalla del celular para ver si no me llega un mensaje que diga: “che tengo el plan de tu vida, venite ya a esta dirección”. O que alguno de los muchachos de los tantos con los que he dormido me escriba diciendo que estuvo pensando en mí y que quiere invitarme a hacer algo, algo diferente antes de coger. Pero no, eso no pasaba y de a poco empezaba  a perder las esperanzas de que eso alguna vez sucediera de verdad.

Entramos al salón, saludé de lejos al resto de la familia que ya estaba ubicada y busqué una ubicación para papá, mamá y para mí. Me sentí tranquila de no estar cerca de mis tíos y del resto de primos, porque al menos si algo no me gustaba o si me aburría demasiado pronto no tengo que fingir mi cara y hacer como si la estuviera pasando genial.

Me senté, los asientos eran bastante cómodos y el númerito parecía estar muy bien organizado y a punto de arrancar, metí mi mano en la mochila y me acordé que aún tengo que conseguir a algún acompañante para el Festival de rock careta que tengo más tarde. Me había ganado unas entradas en esas publicaciones en Facebook de algún programa de radio medio pelo que a veces escucho y que siempre sortean entradas. Me gané dos ya que obviamente nadie espera que alguien sea tan amargado para salir solo un sábado a la noche. No sé bien por qué, pero siempre participo de esos sorteos en Facebook, me gusta la idea de ponerle intensidad y sorpresa al día pensando que el azar me hará ganadora de una experiencia nueva o diferente. Nunca participo en los sorteos que son para ganarse cosas (tazas, ropa, alimento para perros), siempre megustéo y comparto  publicaciones cuando se tratan de sorteos de entradas para algún festival, recital, cine, teatro o cualquier evento que implique disfrutar de alguna experiencia nueva o hacer algo diferente al plan de siempre. El tema es que nunca te regalan una entrada, siempre son pack de dos, algo que para cualquier persona significaría una propuesta ideal, pero para mi ocasionó un estrés.

Se trataba de empezar a buscar entre mi reducida lista de amigos alguien a quien invitar. Primero fue el dilema de pensar con quién quiero compartir ese momento, si es con algún pibe que me ando garchando, eso implica que después del evento tendría que garchar, entonces debo elegir con cuál de todos tengo reales ganas de coger, fijarme cuantas ganas de coger tengo, fijarme si me depilé, si me bañé, etc. Si es un amigo o amiga tiene que ser alguien que mínimo se cope y me invite una birra a cambio o una comida o por lo menos sea tan piola como para estar dispuesta a ir al evento con actitud de levante y quién te dice pescamos algo lindo y nuevo y sellamos la noche ideal. Después, fue el drama de cómo escribir el mensaje de invitación a los posibles candidatos, tengo que ver la forma de no quedar como una desesperada por no tener con quien ir pero a la vez convencerlos de que es una gran propuesta de sábado conmigo. Al último se me ocurrió una idea que haría más divertida la elección de mi acompañante: Escribiría el mismo mensaje a todos, amigos y garches, y quien responda primero, producto de un nuevo azar, sería mi acompañante para el festival de rock careta para el que tenía dos ticket. Eso hice.

Guardé mi teléfono en la mochila, no sin antes sacarle el sonido y ponerlo en modo ahorro de batería, así evitar dos cosas que me ponen de mal humor, escuchar en medio de un show el sonido de un teléfono y quedarme sin batería y desconectada de todo lo que verdaderamente me interesa. 

De repente irrumpe la música estridente y unas chicas de entre 15 y 20 años con trajes bastante ordinarios y mucha purpurina aparecen en escena meneando sus caderas, mueven al compás sus manos y sonríen sin parar, bailan flamenco. Algo que a la gente de más de 50 le genera pura emoción, pero a mí no me generaba la más mínima emoción. De las tres chicas que están sobre el escenario hay una que se destaca, no solo por tener un cuerpo realmente muy sexy sino porque sus movimientos son perfectamente ondulantes y al ritmo de la canción. Al instante mi papá saca su teléfono prende el flash y empieza a grabar. Una escena a la que ya estoy  muy acostumbrada pero a mamá, a pesar de tener casi 30 años de casada, aún le incomoda. En ese momento pensé: “¿Será que le excita esta situación a papá? ¿El baile de una jovencita? ¿O sólo quiere un registro de esta obra de arte? Papá es para muchos un tipo culto, formado e instruido. Pero yo que lo conozco en profundidad sé que en realidad su formación y apreciación del arte solo llega hasta donde llega su bolsillo. No comprende la necesidad de tener una salida al teatro o al cine o a un show, prefiere guardar ese dinero y gastarlo en cualquier bailanta, pagando putas y vino barato. O elije comprarse camisas llamativas y muy caras porque eso lo hace sentirse joven, atractivo y aún en carrera, aunque en realidad esté muy enfermo, ya no se le pare y tenga más  de 60 años. Es más probable que cuando graba con su teléfono a la bailarina de flamenco, sobre el escenario, sea más comparable con lo que hace habitualmente en algún cabaret, a los que seguro frecuenta, que a lo que haría si visitara el Teatro Colon. Las pocas veces que visitó teatro o cines, lo hizo conmigo y motivado por el solo hecho de poder compartir algo de tiempo juntos, tiempo con su hija a quién ama, admira y envidia profundamente. Solo en ese caso paga 100, 200 o 300 pesos por una entrada, como lo hizo recién en la puerta de este teatro.

Volví a meter la mano en la mochila y no tenía absolutamente ninguna notificación, no tenía idea como alguien podía no volverse loco al recibir un mensaje siendo invitado gratuitamente a un evento un sábado a la noche. Levanto la mirada al escenario y aparece mi primita, con mucha gracia interpreta una canción española con mezcla de árabe muy popular, el público extasiado aplaude y yo aprovecho para disimular que estaba pendiente del teléfono y no del show y hago como si tomara una fotografía y la mando al grupo que tenemos con la familia. La verdad que la niña tiene talento, sonríe al público y sabe muy bien los movimientos que debe hacer para tener 7 años. Escucho que me hablan desde un costado, es papá, que desde que terminó el profesorado de historia adora tirar datos históricos en cualquier oportunidad que se le presenta. “Sabes por qué ese flamenco suena como árabe también?”. Lo miro con cara de no, ni idea. “Los españoles fueron invadidos durante años por los moros”, me contesta. En realidad no me importa, el dato es interesante y seguro alguna vez lo uso, pero desde que me enteré que la vida de papá es una bola de mentiras, dejó de interesarme y sorprenderme lo que me cuenta. Tiempo atrás, cual niña hubiera grabado ese dato y mi corazón se hubiera ensanchado de saber que mi papá, con su tan mediocre formación, sabía eso que seguro nadie, en ese auditorio lleno, sabía. Antes lo hacía un hombre especial para mí, pero hacía años que ya no. Era solo papá y lo quería mucho pero ya no lo admiraba, se había convertido en un hombre simple, que solo pensaba en dinero, en mujeres y vicios, un hombre común de esos a los que le escapo en la vida real.

Vibra el teléfono, era Iván, un pibe bien de esos a los que aun no entiendo cómo logré llevarme a la cama, diciéndome que le encantaba la propuesta pero que justo rendía la última parte de su posgrado la semana entrante así que este finde sólo iba a pensar en estudio. Nada de coger. Ivan era de esos chicos que pensaba que coger con una mujer ocasional era similar a tomarse una línea de merca, le generaba intriga pero sabía que no era lo correcto. De vez en cuando lo hacía y lo disfrutaba pero en el fondo sólo quería encontrar a una mujer con quien casarse y formar una familia. Y nada más. Y yo era eso que a él lo descolocaba, esa línea de merca, por momentos lo enamoraba pero cuando adormecido, a la mañana siguiente, empezaba a recorrerme la cintura con su mano se despertaba del susto por estar haciendo lo incorrecto y con el miedo de volver a sentir sobrio el impulso de coger sin compromisos.  Siempre se despertaba hablando de que no recordaba cómo había llegado a mi casa y qué no sabía bien que fue lo que hizo después. Pero yo sabía que mentía, sabía que si se recordaba pero que decir que había perdido la cabeza lo hacía sentir menos culpable de haberse traicionado a si mismo y a sus principios. A mi ese juego me divertía bastante y pensé que sería bueno jugarlo esta noche de nuevo, pero no.

La música se detuvo y salió a escena una señora mayor, era la profesora de danzas. Vestía un traje similar al del grupo de adolescentes pero no le quedaba tan bien, un par de embarazos sobre el vientre y alguna que otra pastilla para ocultar amarguras habían hecho estragos en su cuerpo y su rostro. Tomó el micrófono y comenzó a presentar a la nueva egresada de la carrera superior de danzas, invitó a sus padres al escenario, su papá sostenía feliz un ramo de flores para su nena y estampada en el rostro tenía una sonrisa junto al llanto de alegría. Una nena de unos 17 años estaba parada en el centro, vestida un traje para bailar flamenco, recibía su diploma de profesora superior de danzas. Entonces entendí, todo este circo había sido armado para que la nena recibiera su diploma, no era una exhibición de fin de año (faltaban como 3 meses) y toda mi familia y yo éramos el público necesario para que ella se luciera y el circo fuera perfecto. Su papá tomó el micrófono y le leyó unas palabras que había preparado, medio trabado por la emoción, en la garganta le apretaba agazapado un grito de felicidad de ver a su nena recibiendo su condecoración. Papá, mi papá, no dejaba de grabar, ahora sentía que en verdad tenía razones para registrar ese momento, ya no sería simplemente un pajero. La nena miraba todo el circo sin demasiada expresión, pensé que quizás ser bailarina desde tan niña había logrado endurecer y disciplinar sus emociones y ya no le parecía la gran cosa estar en donde se encontraba. O qué quizás así debía verse una bailarina profesional, firme, segura y  transmitir solo con su danza. Me parecía increíble que a alguien de 17 años le gustara bailar flamenco y no reggaetón. Aquella nena de pelo lacio hasta la cintura y de vientre plano y juvenil estaba obteniendo un título de profesora de danzas. Me daba tristeza que quizás ya no haya para ella más opciones que dedicarse a bailar sobre un escenario y que si quisiera  ser veterinaria o abogada o psicóloga ya nunca lo sabrá, excepto cuando tuviera 80 años y una de sus nietas le hiciera la incómoda pregunta que la llevara a pensar en el rumbo que tomó su vida. Pero alguien que obtiene un título de bailarina superior debe amar bailar, sin amarlo debe ser imposible llegar a tanto siendo tan joven.

Salté de un susto en mi butaca cuando escuché el silbido de mi teléfono, la puta madre que me parío, subí el volumen para escuchar el audio de Iván hace un rato y olvidé ponerlo en mudo cuando lo guardé. Era Clara, mi amiga de la infancia, ahora tiene 3 hijos con un gil al que ella llama marido. Clara sale, de noche, muy pocas veces al año pero cuando salimos tomamos tanta cerveza y fumamos tanto porro que verdaderamente la pasamos muy bien. Ella aprovecha para hacerse la mina sin obligaciones, ni compromisos y yo aprovecho que también es bastante putita para salir de levante con ella. Casi siempre funciona, Clara se besa a cualquier chaboncito y tiene unos minutos de calentura y libertad y yo me traigo algún pelotudo a casa con quien pasar la noche. Pero esta vez me decía que no, que no podría porque al más chico se le infectó el pito con algo y que anduvo todo el día en el hospital de niños y luego en una farmacia, así que pasaría toda la noche con él. No insistí y le mandé buena onda para que su nene mejore, me pareció que era honesta en su respuesta aunque la mayoría de veces no sale conmigo porque el gil de su marido cree que soy una liberal que le encanta chupar pijas. Cosa que es cierta pero nada tiene que ver con las ganas que Clara tiene de chupar otra pija que no sea la del gil de su marido. Este sábado no podría hacerlo. Y al parecer yo tampoco.

Danza, tras danza, tras danza y a mí todo este boliche  ya empezaba aburrirme, jugué todas las fichas y no conseguí ningún acompañante para más tarde, me empiezo a incomodar en la butaca y en un corte decido que es momento para hacer una visita al baño. No tengo demasiadas ganas, pero me parece mejor idea que ver al grupo de veteranas bailar flamenco sobre el escenario. Me levanto y le aviso a mamá que me voy al baño, rogando que no quiera venir conmigo. Mamá es de ese tipo de mujeres que nunca hicieron cosas solas y que son capaces de aguantarse horas las ganas de mear hasta que a alguien más se le ocurre ir al baño. Por suerte prefería quedarse a controlar que mi papá no hiciera tantas ridiculeces, como aplaudir o gritar de más o discutir con otro integrante del público, algo que a papá le encanta hacer. Bajé las escaleras y me fui en dirección al baño. Entré me miré al espejo y pensé: qué patética que serás que no conseguís alguien que te acompañe al recital, alguien que te invite una birra, alguien que te coja, alguien. “Listo, voy sola, que se curta. Voy sola”. Me lavé la cara me acomodé el pelo y volví a entrar al auditorio.

De repente el show se puso bueno, ahora un flaquito como de 18, zapatea flamenco en el escenario. Al menos es algo que no me esperaba ver, tiene un look muy llamativo: camisa tornasolada, traje negro con interior rojo y una botas con unos tacos enormes.  Increíble atuendo, pura energía y destreza para zapatear. Estaba verdaderamente sorprendida de lo que veía. Por fin que me concentro, mamá me agarra el hombro y me dice al oído: “pobrecito, me da lástima, debe ser gay”, yo suelto con bronca una risa irónica. Pobre mi vieja que cree que ser gay, en caso de que este pibe efectivamente lo fuera, es algo que merece la lastima de personas como ella. Ella, que se casó con el único hombre que la penetró en su vida, que resignó sus sueños para planchar sus camisas y tenernos la comida lista para ir a la escuela. Qué cada vez que mi papá sale un viernes por la noche se resigna de saber que va encontrarse con cualquier mujer que encuentra por ahí. A mí eso me da más lástima que el pibe de las botas con tacos que baila a toda magia sobre el escenario. Pero cómo explicarle todo eso, sin humillarla y para que lo entienda. Lo intenté de adolescente pero ahora solo prefiero deslizar una risa y nada más. Por suerte este era el show final, seguí minuto a minuto el programa de bajo presupuesto que me entregaron a la entrada y sé perfectamente que es el final, así que aplaudo con todas mis ganas. Nos levantamos de nuestros asientos y corro para agarrar a mi primita y agarro a todos para la foto en familia con ella disfrazada de bailarina. Ella está chocha, se la ve tan segura a pesar de tener 7 años que me acerco a mi tío y se lo digo, con aire comadrón. “Por fin un talento enserio en la familia ¡eh!”, él orgulloso y más ancho que una puerta me dice, “viste, es de diez mi chinita”. Sin romper el momento encaro para mamá, la miro y le digo que ya me quiero ir, si ella y papá pueden llevarme para el predio donde es el festival, me mira, medio molesta, ella siempre prefiere que me quede encerrada en casa y que no saliera de noche: “¿vas a ir sola?”. Le respondo que no, que ahí me estaban esperando unos amigos, que se quedara tranquila que todo iba a estar bien. Pero era mentira, si iba ir sola. Y no sabía si de verdad todo estaría bien. Pero suponía que sí.

Ya en el auto, recibo los últimos mensajes, todos decían: “no tengo un mango, no puedo hoy, gracias pero no”, mientras intento sostener una charla distendida con mi viejo. Siempre hablamos de temas profundos, política, futbol o un chimento pero analizado con seriedad, mamá solo aporta mínimas opiniones, pero lo mejor es cuando empezamos a hablar mal del resto de la familia, es su tema favorito, todos quieren sacar el mejor argumento que haga verlos mejor frente al otro que es un pobre tipo. Mi única intención es que papá no procese mentalmente lo lejos que es el lugar al que me está llevando, porque automáticamente pensaría que pierde su tiempo, gasta nafta y que al final de cuentas solo es para darme un gusto a mí, que al fin y al cabo yo tampoco le di tantas alegrías y que tampoco me lo merezco tanto. Sé todo el tiempo que piensa en eso, por eso lo distraigo con charla y más charla, siempre tuve una habilidad natural para llevar a las personas a conversaciones que me interesen y papá ya es casi un discípulo de todo ese arte.

Llegamos, le doy un beso a cada uno y me bajo del auto, papá me dice que si quiero puedo volver a dormir en su casa, que mamá me prepararía la cama, yo le grito de lejos, que bueno que seguramente sí, pero en realidad lo más probable es que me fuera a dormir con cualquiera que se me cruzara, aún no lo sé. En la puerta antes de entrar se me ocurre la idea de vender la entrada que tengo de más, pienso que si la vendo me gasto toda esa plata en escabio y antes de que termine de cruzar la calle una nena bien lookeada con jeanes y remera para ir a un recital me dice: ¿sabes de alguien que venda entradas?

Adentro, voy directo a la barra, suena una de las bandas de fondo, compró una birra, son en latas. Me encanta la cerveza en lata, tiene un sabor indiscutiblemente especial, que hasta muy caliente parece más rica. Abro la garganta y dejo pasar un rato largo un buen trago, de repente todo me gusta, este es mi lugar. Aunque esté sola y a mi lado caminen nenes bien con ganas de portarse muy mal, me gusta. No es un recital como a los que estoy acostumbrada a ir, son bandas caretas todas, pero sigue siendo rock, hay cerveza y tengo guita, qué más puedo pedir. Camino hacia adelante y me pongo a escuchar la banda mientras bebo mi cerveza. La soledad se siente muy bien a veces, me he sentido más sola durmiendo con alguien en mi cama que lo que realmente me siento aquí. Hay música y birra y no un gil intentando que se le pare para acabar rápido y dormirse. Pensar que hace una hora estuve clavándome un tremendo embole en el show de mi primita, quizás eso me hace apreciar con más gusto todo esto que hay a mi alrededor y caigo en que seguro conozco a alguien del público, soy una persona bastante tolerante de las boludeses ajenas y eso me hace que recolecte una cantidad importante de conocidos que me saludarían con alegría de encontrarme ahí.

 En eso aparece Mirtha, la cerveza me empieza a hacer efecto y pienso lo que siempre pensé, que tiene un nombre de vieja, muy de vieja para solo tener 25 años. ¿En qué mierda habrán pensado sus viejos? A ella parece no importarle, lo luce orgullosa. Piensa que le da un no sé qué llamarse cómo el cadáver televisivo que almuerza los domingos. La saludo y le invito un trago, a Mirtha sólo la conozco de recitales y más específicamente de rondas de porro, siempre estaba en donde había un porro. Le pregunté qué hacía y si con quién estaba y me dijo que con un amigo que no ubica muy bien pero que cree que ahora estaría por el pogo. Ella también vino sola pero le da vergüenza decirlo, a mí no. Le dije que estaba sola y que pretendía seguir así. Por su reacción, supe que lo dije de forma poco amable, se debe haber sorprendido porque seguro piensa que soy de esa clase de personas que nunca tiene mal humor. Y en verdad es así, el mal humor es algo que me da mucha paja. Para qué enojarse y enroscarse si podemos estar bien. Al fin y al cabo nadie puede cambiar. Siempre pensé que las personas que se enojan por algo, en realidad están enojadas consigo mismas por no poder cambiar una actitud del otro para que fuera como ellos quisieran. Cuando te rescatas que ni vos ni nadie va cambiar, enojarte te empieza a dar paja. Yo ya no me enojo por nada, me da paja. Y por eso siempre tengo buen humor. Pero esta vez no lo quería compartir con nadie.

Me empezó a aturdir un poco la banda, a la que tampoco conocía tanto así que decidí alejarme de ella y de Mirtha, le dije que me iba a comprar birra y a dar una vuelta. Fui hasta la barra le sonreí a la mina que atendía y le pedí una cerveza. Tiene algo que me encantan las minas que atienden barras, además de bebidas, claro. Si las tratás bien son un encanto. Y a mí me calientan en particular, siempre voy les sonrío y hasta trato de rozarles las manos cuando me pasan la cerveza. Supongo que para el resto de los mortales son solo un cable de conexión entre la birra y la garganta, para mí son un camino delicioso entre esos dos puntos.

Enfilé para las gradas, la otra banda comenzaba a prepararse para salir. Subí los escalones y me senté en el más alto a la par de dos pibes que picaban algo de marihuana para armarse un churrito. Me senté a su lado y al toque me empezaron a charlar, dos palabras, un trago y me pasaron el porro. Años atrás les hubiera dicho que no, no solía fumar porro porqué tenía miedo de dormirme o de que me bajara la presión y me desmayara, pero luego de un par de pruebas muy positivas arranqué mi camino en el mundo cannabico. Primero muy de a poco pero este último año he fumado más porro que en toda mi vida, no es casual que mis dos últimos novios fumaran casi todos los días, lo que me dio confianza para darle dos profundas secas al porrito de los pibes. Ninguno de los dos tenía más de 18 años, uno de ellos, el de gorrita, había trabajado en el mantenimiento del predio y logró hacer pasar fernet y coca y así no gastar en bebida adentro, me quisieron convidar también pero les dije que no. Con los años aprendí que no debo mezclar dos cosas en una noche porque termino vomitando, así que esta vez preferí seguir solo con cerveza. El que estaba más cerca mío intentaba charlarme de lo que sea, me preguntó qué había hecho anoche. Les dije que salí con unas amigas y que la pasé muy bien, que todo aquí estaba muy lindo, y que el porro que me convidaron estaba muy bueno. Era mentira, conozco lo suficiente para saber que estaban fumando porquería, pero decirle a dos pibes de 18 que el porro que fuman es bueno, es como decirle a uno de 40 que coje bien. No coje bien pero le calienta saberlo; el porro no está bueno pero les calienta que una mina que vino sola y que está fumando con ellos les diga que es bueno. En ese instante, como dos perritos en celo, ambos empezaron a disputar por a quién esa noche iba a terminar cogiéndome. Yo ya estaba muy drogada y empecé a divertirme de sólo ver lo que pasaba. El pendejo de gorrita le grita al otro que vaya por hielo, que sabía que si se descuidaba el otro podía sumar puntos conmigo en su ausencia, y como una pelea de niños empiezan a jugar por quién iba en busca del hielo. El más atrevido, el que me invitó a fumar me pregunta si iba a bajar a ver la banda que seguía y me dice que si quería podíamos bajar juntos qué a su amigo no le gustaba. El pendejo de gorrita lo apuraba para que vaya por el hielo. Yo solo me reía. Me parecía hermoso, que ninguno de los dos se imagine que si quiero me los llevo a ambos a dormir a casa y fin de la pelea. Yo me reía. Uno de ellos finalmente baja a buscar el hielo y el otro, el de gorrita, que era más sutil que su amigo se me acerca, me pasa la mano por la cintura y me pregunta si alguna vez hice una seca pasándome el humo de boca a boca. Yo me río y le digo que no, que me parece divertido. Toma el porro con los dos dedos, le hace una seca profunda, la aguanta todo lo que puede y me da un beso. Yo tomo el humo y aguanto lo que más puedo hasta que empiezo de nuevo a reírme. El se aleja un poco y comienza a reírse también. En ese momento llega su amigo con el hielo. Agarra un par los pone en un vaso que ya tenía fernet y lo llena de coca. Mientras sostiene el equilibrio y armaba su fernet me pregunta si estudió alguna cosa. Yo le respondo que soy abogada me levanto y voy escaleras abajo, ya arranca la banda.

Las luces me encandilaban y la banda no podía sonar mejor, tenía una lata de cerveza en mi mano y me movía al ritmo de la música, o por lo menos así lo sentía mi cuerpo. Se me empiezan a ocurrir una serie de ideas que creo que pueden cambiar al mundo, siempre que estoy drogada me pasa lo mismo. Nunca tengo el valor, ni la rapidez para poder registrarlas, pero de verdad creo que son las mejores. En ese instante suena el hit de la banda, salto y bailo a su ritmo, chau ideas, ya no me acuerdo ninguna. Miro de lejos a una chica en corpiño subida a los hombros de un chico, su novio debe ser. Qué lindo será estar drogada y borracha a los hombros de alguien escuchando el tema que más te gusta de la banda que amas, debe parecerse a un orgasmo. La excitación y la marea me empujan hacia adelante y veo más cerca la figura de la chica en los hombros de su novio. Es perfecta, quisiera tocarla, su cintura va al compás de las banderas que flamean a su lado. Un par de pajeros se acercan para poder rozarle el culo, pero a ella nada le incomoda, nada la distrae de su éxtasis. Quisiera poder llegar más adelante, mirarla y sonreírle. Pero hay demasiada gente, y ya comenzó a bajarme la presión, es el porro. Siempre me pasa lo mismo. Necesito algo dulce, un caramelo o un fernet. Algo que me haga volver a sentir calor en el cuerpo. Debo estar pálida seguro, pero estoy bien. La chica baja de los hombros del chico y se funden en un beso. Terminó el tema y ella acaba de tener su orgasmo. Se lo agradece con un beso y retroceden del pogo en dirección a mí. Caigo en que a ella la conozco, es linda y la cara le brilla aunque esté transpirada y despeinada. No descubro quién es hasta que pasa justo frente mío. Es la recientemente recibida de profesora superior de danzas. La miro, le sonrío y le pregunto: ¿odias el flamenco? Con toda mi alma, me responde. Yo también.

lunes, 8 de mayo de 2017

El oficio de incomodar

De todo se ha dicho sobre el verdadero rol de los periodistas en las sociedades y puntualmente en nuestro país. A 12 años de kirchnerismo las discusiones parecen agotarse en saber de qué lado de “la grieta” te encontrás y poco se habla sobre el verdadero oficio del periodista, el de incomodar con la critica a los poderosos, a todos los poderosos,  los que están de un lado y del otro. 

A la hora de escribir siempre prefiero aferrarme a grandes teóricos de la comunicación o referentes del periodismo para en ellos encontrar las herramientas que necesito para leer la realidad fuera del código maniqueo de las empresas mediáticas, publicas y privadas. Sin embargo resulta útil despegarse de ciertos prejuicios y escuchar a quienes hoy protagonizan, dentro de la escena mediática, la disputa por el sentido de los acontecimientos. Y esto es lo que me propuse hacer al asistir al reciente Ciclo de Conferencias organizado por La Asociación Bancaria de Tucumán, “Análisis de la realidad política argentina”, la cual tuvo como invitados a Diego Leuco y Jonatan Viale, dos periodistas  señalados por encontrarse dentro del sector opositor de la famosa grieta. Ambos “hijos de” Alfredo Leuco y Mauro Viale, sus respectivos padres y periodistas de larga data, con estilos muy disimiles, aunque posiblemente cercanos ideológicamente.

“Hijos de”, no solo por el vínculo sanguíneo, sino por que crecieron entendiendo el periodismo según los códigos familiares pero también supieron cómo alejarse de ellos para poder descifrar la compleja realidad política que nos toca vivir. Y quizás desde un lugar pocas veces entendido por el público, el de ser comunicadores dentro de productos de gran audiencia en donde prima el show y no el análisis de la realidad.

Retornando al evento antes mencionado, el mismo  estuvo organizado por La Bancaria, uno de los sectores más enfrentados con el gobierno provincial de José Alperovich de la última época, y como era de esperar estuvo plagado de lugares comunes que desde los sectores de la oposición repiten como casette viejo trabado. No con ello quiero decir que no signifiquen reclamos legítimos, sino que como sociedad, muchas veces cuesta alejarse de la noticia y pensar en el contexto y los porqués. Un claro ejemplo, y por ello muy reconocido, es la lucha contra la impunidad que hace casi 10 años viene llevando adelante la Comisión de Víctimas de la Impunidad que cuanta con Alberto Lebbos como su máximo referente a nivel nacional. El papá de Paulina Lebbos, quién supo sobre llevar su dolorosa pérdida personal y a través de ella pudo poner en el tapete los oscuros vínculos entre la justicia y los hijos del poder. Alberto Lebbos también se hizo presente en el debate y fue calurosamente recibido por el público y los oradores porteños.

Militame esta

Entre los temas más abordados en la charla - debate estuvo el popularmente conocido “periodismo militante”, un término que no termina de cerrarme, ni desde la teoría, ni desde la práctica.
Mis primeros inicios en el periodismo -de hecho la primera vez que publiqué algo para ser leído por alguien más que no sea mi círculo íntimo- fue en una publicación de distribución gratuita
perteneciente a una agrupación universitaria de la que no formaba parte activamente, pero con la que simpatizaba. En ese momento puede acusárseme de hacer periodismo militante, pero no partidario, no me dediqué ni a florear, ni a entorpecer la realidad a fines de dejar bien parado a dicho sector político estudiantil. De más está aclarar que no recibía ningún tipo de dadivas por mi pequeña tarea. En aquel momento consideraba que el tema sobre el cual iba a escribir consistía en sí un dato periodístico, una información desconocida por la mayoría del estudiantado y sobre el cual debían estar informados. Me motivaba la sola idea de contar una noticia con un dato útil  y me atraía también la idea de incomodar a ciertos sectores del ámbito universitario, no solo a las cúpulas sino a todo aquel que hiciera la vista gorda frente a un hecho que perjudicara sus intereses o fuera en contra de los intereses de los estudiantes. Dicho así parece una tarea titánica y loable, pero nunca me interesó en sí el poder desde su tenencia física, lo verdaderamente interesante para mí en aquel entonces era la posibilidad de mantenerme cerca de él para conocer lo que realmente le incomoda, para hacer del ejercicio del periodismo una herramienta de crítica constante. Incomodar para desde allí construir.

Más adelante tuve la fortuna y la decisión de compartir un espacio de comunicación alternativa llamado ContraPunto, con pretensiones de alcance provincial y nacional. De a poco entendí  que solo desde allí podía ejercer ese rol de incomodar a quienes tienen mucho que callar, no porque la considere una tarea revolucionaria ni altruista, sino porque comprendí que sin esta impronta el periodismo no es tal, no existe.  En mis años “militando” la comunicación alternativa comprendí que el periodismo no solo se trata de una tarea de producción, de notas, entrevistas, artículos. Sino también de una tarea de re- pensar la propia práctica como comunicadora y de comprender la real dimensión de nuestro rol en la sociedad. Fue de ida y vuelta. Eso era para mí “periodismo militante” y lo ejercía con orgullo.

En la actualidad los juegos discursivos de la última década han hecho que la construcción “periodismo militante” solo les quepa a unos y no a otros. Todo se extingue en ser pro o anti algo. Así, ese “periodismo militante” no me identifica. Básicamente porque no es periodismo, o no debería ser llamado de tal forma. Genera igual indignación las denuncias que pesan sobre Amado Boudou como sobre Fernando Niembro, por que dejan al descubierto una trama inagotable de corrupción y complicidad, dentro y fuera del Estado, en el espacio público y en el privado. Negocios millonarios entre empresas y gobiernos que enriquecen a unos pocos a costa de muchos. La historia misma, nada nuevo. “Militar” eso sería obsceno.

Hacia la empresarización

Recientemente, también asistí en Tucumán a las jornadas “Comunicación, Política y Políticas de las Comunicación”. Dicho evento tuvo como invitado, entre otros, a Martín Becerra autor del libro “De la concentración a la convergencia: Políticas de Medios en Argentina y América Latina”, allí recuerdo que unos de los puntos que más alarmó al auditorio fue cuando se expusieron los nuevos negocios que trajeron aparejados las recientes regulaciones sobre tema medios, especialmente la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, mal llamada Ley de Medios, y la Ley Argentina Digital. En su charla, Becerra proponía salirnos de lo meramente discursivo y de los anuncios oficiales de los actores para centrarnos en los hechos, que es allí en donde reposa la verdadera implementación de ambas leyes. “A diferencia de lo que muchos creen, varios conglomerados concentrados privados y públicos han quedado fortalecidos entre el periodo 2003 a 2015”.

Sin dudas, resulta alarmarte pensar que cada vez más medios operan como empresas, sin embargo el oficio permite una salida. Así lo aseguraba Jonatan Viale en una de sus intervenciones “Todos los medios, van hoy hacia lo que yo llamo la “empresarización del periodismo, son básicamente empresarios haciéndose acreedores de empresas mediáticas, sin entender en profundidad de que va el oficio. La tarea de nosotros, los periodistas, es escaparnos de las operaciones mediáticas que benefician sus propios intereses capitalistas y ver más allá”.

Tareas difíciles las que proponen ambos comunicadores, sobre todo teniendo en cuenta los recientes hechos que han acontecido en Tucumán con las elecciones provinciales.  En donde los medios-empresas-gobierno han realizado una abanico de maniobras para tergiversar a su merced la realidad y que sin embargo no han podido tapar el sol con un dedo y han dejado al descubierto un sistema electoral por demás viciado con lo peor de nuestra sociedad.

In to the Grieta

La grieta es discursiva pero también es real. Tucumán quedó en la escena de la polarización nacional luego de las denuncias de fraude y la mar en coche. Salirse de ella es la tarea, por lo menos desde quienes compartimos la pasión de contar con palabras la realidad.

Pocas veces se me ocurre el título de una nota antes de que la misma esté escrita en su totalidad. Con esta nota pasó lo contrario, sabía su título antes de encender la computadora. Pero lo que creo en realidad es que se trata de algo que está resuelto desde hace bastante tiempo. El caminar por distintos espacios de comunicación tradicional y alternativa lo han ido reafirmando con el paso de los años. Con un pie de un lado y del otro de la grieta prefiero dejarme caer dentro de ella, en su profundidad, para aprender desde adentro el oficio de incomodar. Una aprendizaje sin punto final.

martes, 28 de marzo de 2017

Un juego de niñas

Cuando llegué a la Dirección de Recursos Humanos y me informaron que estaría en la Sección Capacitación me agradó la idea. Desde siempre disfruté del maravilloso vaivén de aprender y enseñar, de la misma manera en que, de niña, una disfruta cuando en un columpio de la plaza le toca ser quien empuja el columpio o quien está arriba de él. La sensación es la misma: un hormigueo en el estómago que sale de golpe y que se transforma en sonrisa y que al principio aterra un poco pero al final es valentía y también placer.

La primera vez que vi a Isabel (quien sería mi jefa en la Sección Capacitación) tuve una sensación extraña. Tenía casi la edad de mi madre sin embargo, no había perdido con los años, con la maternidad, con las tareas del hogar y con los embates de la vida, la calidez tan propia de la juventud. La sonrisa desvergonzada de una quinceañera, las uñas pintadas del color que mejor le sentase para el look del día, el pelo largo por debajo de los hombros que, si no te revelaba su experiencia, jamás hubieras imaginado que además de esposa, madre y amiga, era abuela. Siempre supe que estaba entrando a un lugar especial y con el paso de los días y los meses sentía cada vez más que me encontraba en el lugar indicado y en el momento justo. Isabel estaba rodeada de personas que compartían algo de su inagotable energía, el amor por la naturaleza y todo lo vivo, la pasión por la disputa en la batalla diaria, la indignación por las injusticias, el compromiso con las causas nobles y la capacidad de sorpresa intacta tan propia de alguien que no vivió de todo. Creo que esto la acercaba a mí, cualquier historia que le contaba le parecía extraordinaria, cuando se acercaba la hora de retirarse de la oficina, y en el largo viaje a casa que cada una hacía, pensábamos nuevas cosas para hacer juntas al otro día. Me la puedo imaginar entrando por la puerta de su jardín y colmando a su familia con anécdotas del día a día, con cosas que ella y yo habíamos sentido juntas. Ella en mi casa era Isabel y yo en su casa era Betania, nadie podía desconocer nuestra existencia.  Ella podía ser mi madre pero no lo era, y yo podía ser su hija pero no lo era, éramos compañeras de trabajo, nos habíamos convertido nada más y nada menos que amigas. Recuerdo, por ejemplo, aquella vez que me enseñó que siempre es un buen momento para cumplir sueños y me contó que el suyo era tener un bar junto a su compañero; casualmente el mío también, tener un bar y también un compañero que dimensione lo importancia de cumplir sueños y no horas. Que comparta el placer por una vida llena de amigos con amigos llenos de vida, cómo lo era Isabel. Cada vez que ella compartía ese tipo de cosas conmigo, volvía a sentir esa brisa cálida y ese hormigueo en el estómago de estar yo arriba del columpio y ella empujándome de atrás.

La última vez que vi a Isabel estábamos tan contentas de vernos que casi que no nos alcanzó el tiempo para hablar, del trabajo, de la familia, de los hijos y de la vida. Me cebó unos mates y en cada chorro de agua caliente que caía sobre la yerba me animaba a seguir, a jugármela, a arriesgarme a más, como si ella ya supiera la respuesta de cómo pasarla bien en esta vida. Seguro lo sabía, seguro lo había hecho miles de veces: empezar de cero, mudarse, armar su casa, criar a sus hijos, recibir a sus nietos, revivir una planta, sanar un hogar. Sabía qué hacer en cada situación pero ante cualquier adversidad era ella quien, sin pudor, quien se acercaba a decirte que ahora era su turno de subir a columpiar y que necesitaba de alguien que se anime a empujarla. Me encanta saber que en algún momento esa persona fui yo y que Isabel supo reconocerlo y agradecerlo. Durante los meses que me dejó ingresar a su corazón recuerdo que me abrazaba fuerte cada vez que podía. Aquella última vez que la vi también lo hizo, se bajó del columpio, tenía plasmada en el rostro una sonrisa enorme, me miró y se prendió a mí para darme las gracias por aquel sutil vaivén.

Seguramente Isabel sabía, también, abrazar como si fuera la última vez, lo que no sabía es que esa sería nuestra última vez.

domingo, 5 de marzo de 2017

Botella Rosada

Subí al auto, un Toyota Corolla blanco, impecable, majestuoso y siempre con la radio encendida, ese mismo auto que me había llevado y traído de tantos momentos llenos de vida y me había dejado tantos buenos recuerdos hoy me llevaba al peor lugar del mundo, lleno de muerte y tristeza. Me senté en el asiento del acompañante y cerré la puerta despacio, no quería que ningún ruido rompiera el mudo dolor que los dos sentíamos en ese momento. Nada era más importante que transitar en plenitud la inmensa incertidumbre de las primeras horas de una partida inesperada.

Nicolás arrancó el auto; en ese momento me hubiera encantado saber conducir, lo hubiera hecho yo de ser así. De hecho hubiera hecho casi cualquier cosa que él me hubiera pedido para ayudarlo a aplacar la tristeza que vivía en carne propia. Me odié más de una vez por haberme negado a las clases de manejo que me ofreció, en reiteradas veces, mi hermano y desde ese día soñé insistentes veces la misma escena: camino por la vereda hacia la casa de mis padres, ingreso por el portón negro destartalado de siempre que conecta con el garaje y le saco el auto a papá. Sueño qué cuando subo me siento frente al volante y todo sucede de forma natural; enciendo el auto, ubico los pies en posición sobre los pedales, indicó con mi mano derecha la salida en primera y me aferro al volante como una experta. En mis sueños sé conducir un auto y me sale a la perfección, pero cuando me despierto y aquella tarde de diciembre camino al Cementerio de la Ramada todo es pura imaginación.

El arranque fue brusco, calculo que todo era tan anormal que a pesar de conducir desde la adolescencia, Nicolás olvidó la sutil y descontracturada forma con la que suele maniobrar su auto, esa que me hizo siempre sentirme la copiloto ideal para tamaña destreza.  De repente y con un golpe de realidad injusto, entre mis pies vi asomar una botellita de agua color rosa, era de una  mujer, es decir, el color que seguramente usaría una mujer. Porque sin importar lo transformadora que pueda vislumbrarse esta sociedad actual, los hombres aún son incapaces de adquirir algo color rosa, mucho menos una botella.

Era una botella conocida la había visto, en otras oportunidades, en la oficina en la que trabajo de lunes a viernes, la había visto haciendo que el tiempo en el laburo pase más rápido. La botella mataba la ansiedad del día, llena de agua permitía hidratarse pero también era la excusa ideal para levantarse de la postración de la silla y recargarla cuando el agua se terminaba. Era una botella grande, cabía más de medio litro y menos de un litro de agua en ella. Cualquiera pensaría que seguro la botella pertenece a una persona que tenía muchas actividades. Quiero decir, si sé que voy a salir por 5 horas de casa llevo una botellita más bien chica, pero una persona que sale por más de 12 horas de casa necesita algo más grande para garantizar que la banque hasta la hora de volver a casa.

Nella era eso, una mina llena de actividades pero no habló de rutinas como ir al gimnasio, peluquería  o visitar a los sobrinos, sino era una mina que le gustaba andar a las corridas poniéndole su sello a cada espacio que consideraba potable y, a diferencia de mi, sufría horrores llegar tarde a lugares. Supongo que era de ese tipo de personas que cumplía con firmeza el dicho popular de “no hagas lo que no quieras que te hagan”.  Algo que decirlo resulta fácil y liviano pero llevarlo a la práctica representa todo un esfuerzo en los tiempos que corren.  Presencié en algunas oportunidades sus momentos de indignación, por que como buena escorpiana algunas cosas la sacaban de quicio y otras le chupaban literalmente un huevo. Se cruzó conmigo en un momento en el que yo participaba de esa misma máxima, por eso nos reíamos más de las cosas que importaban muy poco envés de enojarnos con las que nos molestaban mucho. Me resulta difícil contar que significó para mi conocerla, porque como con muchas otras personas me pasa, lo que sucedía cuando estamos juntas sucedía y fin. Me habló de sus viejos, de sus hermanos y le hablé de los míos. Era feliz, lo derrochaba, y supongo que eso me hacía feliz a mí también.  Cebaba los mejores mates amargos de la oficina y tenía una botella rosada recargable que llenaba hasta el tope, la misma que hoy se bamboleaba de ida y vuelta sobre la alfombra impecable del piso del asiento del acompañante de aquel majestuoso Toyota Corolla. Íbamos camino al cementerio.

La ruta al Cementerio de la Ramada es como toda ruta de un pueblo que resiste y habita en medio de la nada, asfalto en mal estado y conductores sumidos en esa parsimonia digna del interior. El auto se movía a cada rato y mientras yo intentaba tapar con diálogos monosilábicos aquel silencio tan amargo  había momentos en que quedarnos callados era inevitable; justo ahí la botella asomaba trayéndonos de un solo puñetazo a lo real, el momento más triste de mis 27 años. Yo luchaba en silencio con aquello, la retenía con el píe impidiendo que se moviera y apareciera frente a Nicolás, que perdía su mirada en el horizonte. La pisaba con fuerza como si al hacer más potencia con mi píe lograba por fin suavizar el nudo en la garganta de Nicolás. Para ese momento la angustia era irremediable y me corría por todo el cuerpo. Al principio era más bien algo inexplicable pero después supe de qué se trataba tan enorme malestar. Sabía que sin importar lo que hiciera, más tarde o más temprano, la botella rosada iba a aparecer y haría su juego más cruel, el de traer el recuerdo de esa persona que ya no estaba y no iba a estar nunca más. Y yo ya no podía hacer nada para impedirlo. Quiera o no ese recuerdo, representado en su botella, en su sonrisa, en su perfume, en su color de pelo, en su voz, iba a hacer lo que tenía que hacer. La botella era aquella muestra pequeña pero a la vez macabra de que este era el primer día de un inmenso dolor.

Encerrada en ese auto todo me parecía una locura pero a la vez todo era real. La ruta, la charla, la radio sonando, la tristeza. Sin embargo la botella rosada condensaba en ella la fantasía, estaba tirada en el piso del auto con una cotidianeidad tal que parecía que unas horas más tarde vendría su dueña, Nella, a levantarla y diría, con una risa cómplice, que es una colgada y por eso se la olvidó. Yo, sin embargo, sabría que era una mentira, que era verdad que la olvidó pero no por colgada, sino que los besos de una despedida, que sería la última, se extendieron tanto que la botella quedó en un segundo lugar, olvidada. Qué su rutina, llena de actividades, para la cual necesitaba de esa botella, cuando Nella estaba adentro de ese auto su rutina le importaba bastante poco. Que en realidad no era una colgada sino que Nella estaba enamorada.