Sábado 9 de Mayo era la cita, llegué tarde, con el show
empezado. Y es qué no suelo tener el hábito de llegar temprano absolutamente a
ningún lado. Se sorprenderían si les detallo a cuantos lugares he llegado fuera
de horario en mi vida (entrevistas de trabajo, reuniones con directivos, a
trabajos mismos, a exámenes parciales, finales, y a citas de toda clase) tanto
así que cuando por alguna inexplicable razón llego temprano a algún lugar, me
siento incómoda, al instante comienzo a tomarme de las manos de manera
compulsiva y termino apretando tan fuerte que las uñas se me marcan en las
palmas.
Para evitar este cruel mal y para cumplir con el hábito
llegué tarde. Apenas crucé la calle San Martin en dirección a las vías, vi a
los pibes compartiendo unos tragos en la esquina, como para abaratar costos. No
son tiempos en los que una pueda sostener previa, recital, y after sin contar
con un gran presupuesto. Ver esto me sacó la primera sonrisa, me generó la
misma sensación de tranquilidad que me genera toda clase de multitudes. Cosa
extraña, sabrán, porque de niña le temía
en demasía a las multitudes, es decir, los colectivos, los bares, las fiestas
infantiles, todo eso me asustaba. Ahora no puedo vivir sin ellas, al menos una
vez a la semana disfruto de estar rodeada de un montón de gente: recitales,
marchas, encuentros, reuniones. Cuantos más sean, mejor.
Entré campante y el show, repito, ya había empezado. Una
legendaria banda salteña era encargada de la apertura, Perro Ciego. No los
escuché, no voy a mentir. Pero vi salir del predio a unos pibes con un enorme
trapo, de esos que solo tuve la oportunidad de ver en un show del Indio Solari,
La Renga o Callejeros (o su compañero mal parido Don Osvaldo) entonces me
tranquilice, iba a ser una fiesta y ya había comenzado.
Me senté, saludé a un par de amigos, entrañables amigos de
estos últimos tiempos y otros que me dejaron imborrables recuerdos en la
juventud y que este encuentro me los traía nuevamente aquí. Ganas de saltar, de bailar, de cantar y de
abrazar, todo eso sentía.
Pero pará! esto no se trata de mí, se trata de ellos, Daniel
“El Cheto” Carabajal ( voz), Martín “Bacha” Arrabal ( guitarra y coros),
Mauricio Giansierra (armónica), Atilio Cabral (guitarra y coros) y los hermanos
Brandán (en bajo y batería) todos ellos le dan vida a Malas Leguas, una banda
de rocanrol, ese clásico de los 60, que como buen clásico sigue vigente. Se
formaron allá por el año 2003 rodaron y rodaron pero luego pararon, y ese
sábado volvieron y coparon el Robert Nesta, lugar por el hoy pasa el rock
tucumano, que si de estilos se trata a dado frutos para todos los gustos.
Malas Lenguas es uno de ellos, y cómo no serlo, desde el
rocanrol han copado los corazones de un fiel público que le “banca los trapos”
a donde vayan, y esa noche, estaban ahí, con banderas, remeras y canticos, haciéndoles el aguante a quienes
han sabido ponerle música y alegría a la no siempre feliz vida en las calles y
los barrios.
Solo el rocanrol te
aguanta
El show arrancó fuerte. Con uno de los más clásicos ¡comenzó
a sonar Malas Lenguas! El Cheto revoleaba su cabellera al ritmo de los primeros
acordes, cabellera que desaparecería en medio de un intervalo. Dicen que cortarse el pelo es arrancar de
nuevo, y cuando el Cheto volvió al escenario
ya no era el mismo, portaba un look a lo Neymar Junior (look popular entre los
cracks europeos). Así el show arrancó de nuevo.
La noche siguió entre temas clásicos que encendían al
público y otras melodías nuevas frente a las cuales la multitud se silenciaba
para escuchar y para tirar un par de pasos, ¿por qué no? Si de algo se trata una
noche “Stone” es de bailar.
“Tan perfecto que asusta”, diría Fontanet, y sí hasta ese
momento todo era tan perfecto que no pudo faltar un desperfecto técnico que incomodó
a los músicos, pero no así, en gran medida, a los presentes, qué aprovecharon
para refrescarse con un par de promos que el lugar ofrecía. El 2 X $40 fue, sin
dudas, lo que más salió.
El Cheto no dejó que ni el desperfecto técnico en el bajo de
Brandan, ni que uno que otro gil “a las piñas” opacaran la noche, desde el
escenario, y ya con el pelo corto, arengaba a que esto era una fiesta y que de
pasarla bien se trataba.
Pasadas las 4 de la mañana sonó “La Canción”, y con ese tema
la fiesta volvió como si nada hubiera pasado, todos la cantaban y bailaban,
todos la sabían. En el medio me cruzaba con amigos que entre abrazos y cantos me
convidaban un trago. Y sí que era necesario, la garganta se resecaba de tanto entonar
aquella hermosa canción. Abrace a mi compañera y le recordé los viejos tiempos,
momento cliché probablemente, pero no me importaba; me salió del corazón.
Cuando los acordes del hit - ¿qué digo hit? - HITAZO,
Burguesitas sonaron, todos sabíamos que era el final. Y así fue, era
efectivamente el final. Los trapos
ondearon más que nunca y el crisol de generaciones que había en el lugar no se
notó, el agite era el mismo. Y la banda
lo supo, se despidió con ganas de quedarse y el público con ganas de más y es que
a Malas Lenguas solo el rocanrol lo
aguanta.
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